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Jardines comestibles y terapéuticos

10/01/2007
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Joan Nogué,
La Vanguardia

Siempre me han llamado la atención las expresiones que en francés e inglés se utilizan para nombrar a los huertos: jardin potager en el primer caso y salad garden o kitchen garden, en el segundo. La frontera entre el jardín y el huerto queda ahí algo desdibujada y es precisamente esa hibridez, esa ambivalencia lo que convierte en atractivas ambas denominaciones, especialmente sugerentes en unos momentos en los que cada vez son más habituales los jardines (públicos y privados) que, en vez de las consabidas plantaciones de flores y arbustos, apuestan por los frutales, las verduras y las hortalizas. Mantienen la estructura básica de todo jardín, pero incorporando el huerto tradicional en el mismo, con lo que se consigue una volumetría, un cromatismo y una textura totalmente distintas a las habituales. Se crea, en otras palabras, un jardín de sensaciones muy diferentes a las experimentadas convencionalmente; un jardín que, además, es comestible. Junto a estas aportaciones surgidas en el contexto del innovador micropaisajismo contemporáneo, nos encontramos con una avance extraordinario de los huertos urbanos. En efecto, asistimos hoy en día a una cierta paradoja: mientras, por una parte, la ciudad crece a costa de la huerta que tradicionalmente la rodeaba y abastecía, por otra, sus concejalías de medio ambiente y de bienestar social se afanan en reconvertir en pequeña huerta cualquier parcela, por minúscula que sea, que el imparable proceso de urbanización haya dejado libre y no esté destinada a otro uso público más perentorio. Está claro que el papel de ambas huertas no es el mismo: la primera era esencialmente productiva y se dirigía a colmar la demanda urbana en los atiborrados y populares mercados de frutas y verduras; la segunda tiene un rol básicamente social, lúdico y terapéutico. Pero el paisaje urbano resultante es parecido: diminutos huertos delimitados con precisión milimétrica y rodeados de viviendas e infraestructuras diversas que actúan a modo de fondo escénico. Más allá de la contradicción ya apuntada y no resuelta, lo cierto es que los huertos urbanos desempeñan cada vez más una interesante función social, que ya no se limita sólo a la tercera edad o a los pensionistas, sino que está abarcando a muchos otros colectivos, desde inmigrantes extracomunitarios a profesionales urbanos de clase media-alta con una sólida conciencia ecológica. Esta progresiva diversidad social es, a mi entender, uno de sus aspectos más interesantes y prometedores. Que unos espacios periféricos por definición y rescatados in extremis de los implacables circuitos de producción y consumo de suelo urbano se conviertan en espacios de convivencia y confluencia de sectores sociales tan alejados entre sí es algo realmente inaudito. Cada vez son más las ciudades que apuestan por esta nueva fórmula de sociabilidad. En Cataluña, sin ir más lejos, la están experimentando ciudades de tamaño tan desigual como, entre otras, Olot, Girona y Barcelona. Olot está recuperando los huertos marginales y degradados de las faldas de sus volcanes en el marco de un interesante proyecto de carácter paisajístico, además de social. Girona, por su parte, ha preservado de la urbanización los huertos del barrio de Santa Eugènia, convertidos hoy en un imaginativo espacio de experimentación e innovación en todo lo referente al cultivo hortofrutícola ecológico, además de poner en práctica un nuevo modelo de gestión compartida tutelado por su Ayuntamiento. Finalmente, Barcelona no deja de ampliar, año tras año, su red de huertos urbanos, ya presentes en la mayoría de sus distritos. Si en el futuro los huertos urbanos son capaces de abandonar progresivamente su localización geográfica excesivamente marginal y llegar a todos los rincones de la ciudad, haciéndose así mucho más visibles de lo que han sido hasta el presente, su potencial como espacios de sociabilidad será extraordinario. Los huertos urbanos se convertirán entonces en verdaderos focos de convergencia étnica, cultural y social y en eficientes ámbitos de educación no formal de carácter ambiental, además de crear un nuevo paisaje urbano complementario al que tradicionalmente han generado los parques y jardines. Y todo ello sin olvidar su dimensión terapéutica, aspecto de considerable relevancia social. La horticultura es muy útil en determinados entornos y prácticas terapéuticas, como han demostrado reiteradamente la psicología ambiental y la medicina naturista, entre otras muchas disciplinas. La experiencia de ver crecer y recoger en pocas semanas el fruto de tu trabajo, la estimulación sensorial (visual, olfativa, táctil) inherente a todo huerto, la percepción directa de los cambios estacionales o, sin ir más lejos, la potenciación de la sensibilidad estética se han demostrado extraordinariamente beneficiosos en el tratamiento de determinadas patologías mentales, en personas con dificultades de aprehensión sensorial y minusvalías físicas diversas, en procesos de rehabilitación de individuos adictos al alcohol y a la droga, así como en colectivos con elevado riesgo de exclusión social (adolescentes especialmente conflictivos, ancianos que viven solos, desempleados de larga duración, minorías étnicas con dificultades de integración). NUEVOS ENFOQUES En el Reino Unido, la Society for Horticultural Therapy lleva más de veinte años registrando en una completísima base de datos todos los casos de mejora de pacientes a través de la horticultura terapéutica, una de las especialidades más desarrolladas de la denominada ecoterapia. En los Estados Unidos, la American Horticultural Therapy Association difunde las investigaciones realizadas en ese terreno por sus miembros a través, sobre todo, del prestigioso Journal of Therapeutic Horticulture. Por otra parte, aparecen continuamente interesantes libros sobre la cuestión, como Health, Well-Being and Social Inclusion. Therapeutic Horticulture in the UK, de Joe Sempik, Jo Aldridge y Saul Becker (2005) o Urban Place. Reconnecting with Natural World, de Peggy F. Barlett (2005), entre un amplísimo elenco de novedades sobre el tema. Si cambiamos de escala y pasamos del huerto y el jardín al paisaje, nos encontramos con un desarrollo y un enfoque parecidos. Se habla cada vez más del valor terapéutico de aquellos paisajes aún no degradados ni banalizados y, en este sentido, el Convenio Europeo del Paisaje, impulsado por el Consejo de Europa, reconoce solemnemente que el paisaje es un elemento esencial del bienestar individual y social. Así se puso de manifiesto en el seminario sobre "Paisaje y Salud" que el Observatorio del Paisaje de Cataluña organizó la pasada primavera en colaboración con el Departamento de Salud de la Generalitat de Cataluña. Si algo quedó claro en dicho seminario fue que las políticas de paisaje que no atiendan a la diversidad social y cultural y que no pretendan incidir positivamente en la salud física y mental de los ciudadanos están condenadas al fracaso. Como ya dijo en su momento Henry David Thoreau, hablar de paisaje es hablar de salud. Y lo mismo –o más- vale para el huerto y el jardín, las dos formas más bellas de manipulación de la naturaleza y de conversión de la misma en paisaje que el ser humano ha sido capaz de crear a lo largo de su historia.