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Paisatg-e
87. octubre-desembre 2025
Boletín trimestral del Observatorio del Paisaje de Cataluña
 
EL OBSERVADOR
 
l'Observador
 

La mano con que palpas

Sebastià Perelló Arrom
Escritor

But none of them own the landscape Emerson

El paisaje es ingenio, el dispositivo y el resorte que permite descifrar los lugares. En aquella frontera incierta en que pelea aquello que descubrimos y adivinamos con lo que proyectamos e imaginamos, en aquel embrollo de no saber qué haces con los ojos. Por eso se nos presenta como una elucubración y, como dicen, estamos ausentes, porque siempre estamos delante, y a la vez estamos dentro, como si fuésemos el corazón, el latido, el pensamiento que de él brota y aflora. En este sentido los paisajes son una manera de respirar el mundo, la forma que tienen de fluir los lugares, y de trabarse en una letanía de parajes, un mosaico inteligible, soluble y resistente. Y en lo que tienen de injerto, los sentimos como una piel donde se tatúan nuestras experiencias, como una corteza movediza que envuelve la savia de tiempos inmemoriales que les permite encarnar el vaivén inconstante de la historia que los conforma, frágil y singular. Porque son como un delta que atesora sedimentos, restos y residuos, que encuentra el alma en el remanente. Por eso siempre estamos ante esa promesa suya de ser provisionales, una mezcla de mito y tramoya inestable en un enredo de complejidades que es preciso preservar, sin convertirla en museo, en esta ebullición de ser huella y matriz, trazo y poso, retazos y resquicios, vestigios y lagunas, despojos y escombros. Hay que comprender, sobre todo, su alta sensibilidad frente a las agresiones y la forma en que se descompone y se repliega ante los embates de la homogeneización desde su propia discontinuidad de ser concretos y ultralocales para escupir, no obstante, el barniz de los localismos.

A veces he creído que los paisajes, con toda su plasticidad, son aquello que encontraríamos en el tuétano mismo de nuestros huesos. Allí, hacia el interior del cuerpo, en los repliegues más animales de nuestra humanidad. O son cómo aquella mano con la que tú palpas, del poeta Gabriel Ferrater. Stendhal decía que eran como unos arcos que sabían tocar su alma. Pero a mí me da la impresión de que son el violín y nosotros el arco y las cerdas que le extraen una música que piensa. Sobre todo, cuando sucede eso que dice John Giorno: que el espacio nos olvida. Y mana en nosotros eso que liberan los lugares, y nos desbordan, y se desbocan, y nos trenzan al rosario de cosas que los conforman en estratigrafía, sin dejar de ser carne de horizonte, donde nunca podrás posar los pies, porque es a la vez una dimensión y una línea fina que se dibuja en la piel más sutil del ojo. Del tuyo y del mío. Y con todo eso están allí sin nosotros. Como un inciso. Como una incisión geocrítica en medio de nuestras cavilaciones, que de repente se anclan en lo más concreto. Es cuando crees tocar esa realidad que nunca acabas de alcanzar. Y aprendemos lo que dice Schoentjes en el ensayo que escribió sobre geopoética, que lo más natural solo es accesible –simplemente observable– a través de lo más artificial.

Entre su manera de ser escenografía y vista de lo que ve el gavilán, visión y geografía, paraje y territorio, panorama, andamio y ventana, puerta y espejo fértil de derivas, o el firmamento que tenemos por marco, y la profundidad que se abre tras la Mona Lisa, como decía Rilke, también es tiempo y semilla, un mapa de lo invisible, zancada donde nos hemos perdido. Y un espíritu que siempre perdura en los márgenes, siempre en la frontera de los nombres que intentan nombrarlo, allí, en esa cartografía polisensorial donde todo parece brumoso, donde todo está por decir. Donde se injerta de preguntas, interroga los límites que saquea entre cultura y naturaleza, y nos invita a sacudirnos la pereza de saber qué demonios son los lugares y qué sentido tienen en relación con nuestra manera de habitar el mundo. Porque siempre nos busca las pulgas desde el latido de la vida. Y es cierto lo que decía Proust, cuando afirmaba que en nuestra obsesión por recorrer el mundo no cuentan los nuevos paisajes, sino tener otros ojos.

 
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