Un paisaje de calidad es un activo imprescindible para el futuro. La calidad del paisaje (tanto si es urbano como rural) incrementa la calidad de vida de la ciudadanía y su bienestar, y está intrínsecamente unida a la imagen que proyectan los municipios.
La atención no es solo para los paisajes singulares y excepcionales, sino también -y sobre todo- para los de la vida cotidiana. No cuenta tanto la protección, sino la gestión y la ordenación de los paisajes con los que convivimos diariamente.
Los paisajes significativos y con personalidad tienen más posibilidades de prosperar que los homogéneos o banalizados, y refuerzan a la vez el sentimiento de pertenencia a un territorio y el apego por el lugar.
En el contexto de globalización actual, donde los territorios compiten entre sí por singularizarse, la calidad del paisaje (urbano, periurbano o rural) es un factor de competitividad económica.
El paisaje genera oportunidades económicas, y es un agente de emprendeduría y de creación de ocupación a escala local (paisajismo, planificación, agricultura periurbana, etc.), también en los sectores más creativos (cine, publicidad, moda, gastronomía, diseño, etc.).
El paisaje representa una oportunidad para la cooperación entre el sector público y el privado en el ámbito local (empresas, fundaciones, etc.) en lo que se refiere a la conservación, la mejora y la recuperación del paisaje, a través de sistemas de mecenazgo.
Los valores de los paisajes locales pueden contribuir a la reconfiguración y a la transición hacia un nuevo modelo de valores colectivos (cohesión, solidaridad, belleza, etc.).
El paisaje actual actúa como factor de cohesión y de integración social, sobre todo en entornos cotidianos.
Los valores naturales y culturales, así como su herencia simbólica e identitaria, deben ser mantenidos y transmitidos a las generaciones futuras por medio de la educación.